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cuentos de edgar allan poe 2

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El coloquio de Monos y Una

Una.-¿Resucitado?
Monos.-Síhermosa y muy amada Una, «resucitado». Ésta era la palabra sobre cuyo místico sentido medité tanto tiempo, rechazando la explicación sacerdotal, hasta que la muerte misma me develó el secreto.
Una.-¡La muerte!
Monos.-¡De qué extraña manera, dulce Una, repites mis palabras! Observo que tu paso vacila y que hay una jubilosa inquietud en tus ojos. Te sientes confundida, oprimida por la majestuosa novedad de la vida eterna. Sí, nombré a la muerte. Y aquí... ¡cuán singularmente suena esa palabra que antes llevaba el terror a todos los corazones, que manchaba todos los placeres!
Una.-¡Ah, muerte, espectro presente en todas las fiestas! ¡Cuántas veces, Monos, nos perdimos en especulaciones sobre su naturaleza! ¡Cuan misteriosa se erguía como un límite a la beatitud humana... diciéndole: «Hasta aquí, y no más»! Aquel profundo amor recíproco, Monos, que ardía en nuestro pecho... ¡cuán vanamente nos jactamos, en la felicidad de sus primeras palpitaciones, de que nuestra felicidad se fortalecería en la suya! ¡Ay, a medida que crecía aumentaba también en nuestros corazones el temor de aquella hora aciaga que acudía precipitada a separarnos! Y así, con el tiempo, el amor se nos hizo penoso. Y el odio hubiera sido una misericordia.
Monos.-No hables aquí de aquellas penas, querida Una... ¡ahora para siempre, para siempre mía!
Una.-Pero el recuerdo del dolor pasado, ¿no es alegría presente? Mucho tengo que decir aún de las cosas que fueron. Ardo sobre todo por conocer los incidentes de tu pasaje a través del oscuro Valle y de la Sombra.
Monos.-¿Y cuándo la radiante Una pidió en vano alguna cosa a su Monos? Todo te lo narraré en detalle... Pero, ¿dónde habrá de empezar el sobrecogedor relato?
Una.-¿Dónde?
Monos.-Sí.
Una.-Te comprendo. En la muerte hemos aprendido ambos la propensión del hombre a definir lo indefinible. No te diré, pues, que comiences por el momento en que cesó tu vida, sino en aquel triste, triste instante cuando, habiéndote abandonado la fiebre, te hundiste en un sopor sin aliento ni movimiento y yo te cerré los pálidos párpados con los apasionados dedos del amor.
Monos.-Permíteme decir algo, Una, acerca de la condición general de los hombres en aquella época. Recordarás que uno o dos sabios entre nuestros antecesores -sabios de verdad, aunque no gozaran de la estimación del mundo- se habían atrevido a poner en duda la propiedad de la palabra «progreso» aplicada al avance de nuestra civilización. En cada uno de los cinco o seis siglos que precedieron nuestra disolución, hubo momentos en los cuales surgió algún intelecto vigoroso que contendía audazmente por aquellos principios cuya verdad parece ahora tan evidente a nuestra razón despojada de sus franquicias; principios que deberían haber enseñado a nuestra raza a someterse a la guía de las leyes naturales, en vez de pretender dirigirlas. Muy de tiempo en tiempo aparecían mentes geniales que consideraban cada avance de la ciencia práctica como un retroceso con respecto a la verdadera utilidad. En ocasiones, la inteligencia poética -esa inteligencia que, ahora lo sabemos, era la más excelsa de todas, pues aquellas verdades de imperecedera importancia para nosotros sólo podían ser alcanzadas por la analogía, que habla irrebatiblemente a la sola imaginación y que no pesa en la razón aislada-, esa inteligencia poética se adelantó en ocasiones a la evolución de la vaga concepción filosófica y halló en la mística parábola que habla del árbol de la ciencia y de su fruto prohibido y letal, un claro indicio de que el conocimiento no era bueno para el hombre en esa etapa aún infantil de su alma. Y aquellos poetas, que vivieron y murieron despreciados por los «utilitaristas» -zafios pedantes que se arrogaban un título que sólo merecían los despreciados por ellos-, aquellos poetas evocaron dolorosa, pero sabiamente, los días de antaño, cuando nuestras necesidades eran tan simples como penetrantes nuestros gozos, días en que elregocijo era una palabra desconocida, tan profundamente solemne era la felicidad; santos, augustos y beatos días en que los ríos azules corrían sin diques entre colinas intactas, penetrando en las soledades de las florestas primitivas, fragantes e inexploradas.
Y, sin embargo, aquellas nobles excepciones a la falsa regla general sólo servían para reforzarla por contraste. ¡Ay, habíamos llegado a los más aciagos de nuestros aciagos días! El gran «movimiento» -tal era la jerigonza que se empleaba- seguía adelante; era una perturbación mórbida, tanto moral como física. El arte -en sus diversas formas- erguíase supremo, y, una vez entronizado, encadenaba al intelecto que lo había elevado al poder. Como el hombre no podía dejar de reconocer la majestad de la Naturaleza, incurría en pueriles entusiasmos por su creciente dominio sobre los elementos de aquélla. Mientras se pavoneaba como un dios en su propia fantasía, lo dominaba una imbecilidad infantil. Tal como era de suponer por el origen de su trastorno, sufrió la infección de los sistemas y de la abstracción. Se envolvió en generalidades. Entre otras ideas extrañas, la de la igualdad universal ganó terreno, y aun frente a la analogía y a Dios, a pesar de las claras advertencias de las leyes de gradación que tan visiblemente dominan todas las cosas en la tierra y en el cielo, se empeñó obstinado en lograr una democracia que imperara por doquier.
Y, sin embargo, este mal surgía necesariamente del mal principal, el Conocimiento. El hombre no podía al mismo tiempo conocer y someterse. Entretanto, se alzaron enormes e innumerables ciudades humeantes. Las verdes hojas se arrugaban ante el ardiente aliento de los hornos. El bello rostro de la Naturaleza se deformó como si lo arrasara alguna horrorosa enfermedad. Y pienso, dulce Una, que nuestro sentido de lo que es forzado y artificial, aun a medias dormido, podría habernos detenido en ese punto. Pero habíamos preparado el camino de la destrucción al pervertir nuestro gusto o más bien al descuidar ciegamente su cultivo en las escuelas. Pues en verdad, frente a aquella crisis, tan sólo el gusto -esa facultad que, ocupando una situación intermedia entre el intelecto puro y el sentido moral, jamás podía ser descuidada sin peligro- habría podido devolvernos dulcemente a la Belleza, a la Naturaleza y a la Vida, ¡ay del espíritu puramente contemplativo y la magna intuición de Platón! ¡Ay de la (μουσική, que aquel sabio consideraba con justicia educación suficiente para el alma! ¡Ay de él y de ella! ¡Cuando más desesperadamente se los necesitaba, más olvidados o despreciados estaban!
Pascal, un filósofo que tú y yo amamos, ¡cuan verdaderamente ha dicho que tout notre misonnement se réduit à ceder au sentiment! Y no es imposible que el sentimiento de lo natural, de haberlo permitido el tiempo, hubiese recobrado su antiguo ascendiente sobre la dura razón matemática de las escuelas. Pero ello no pudo ser. Prematuramente descarriada por la intemperancia del conocimiento, la vejez del mundo se acentuó. La masa de la humanidad no lo advertía, o bien, viviendo depravadamente, aunque sin felicidad, pretendía no advertirlo. En cuanto a mí, los documentos de la tierra me habían enseñado que las ruinas más grandes son el precio de las más altas civilizaciones. Había adquirido una presciencia de nuestro destino por comparación con China, la simple y duradera; con Asiria, la arquitecta; con Egipto, el astrólogo; con Nubia, más sutil que ninguna, madre turbulenta de todas las artes. En la historia de aquellas regiones atisbé un rayo del futuro. Las artificialidades individuales de las tres últimas nombradas eran enfermedades locales de la tierra, y en sus caídas individuales habíamos visto la aplicación de remedios locales; pero en la infección general del mundo yo no podía anticipar regeneración alguna, salvo en la muerte. Para que el hombre no se extinguiera como raza, comprendí que era necesario que resucitara.
Y entonces, muy hermosa y muy amada, diariamente envolvimos en sueños nuestros espíritus. Y entonces, al atardecer, discurrimos sobre los días que vendrían, cuando la superficie de la tierra, llena de cicatrices del Arte, después de sufrir la única purificación que borraría sus obscenidades rectangulares, volviera a vestirse con el verdor, las colinas y las sonrientes aguas del Paraíso, y se convirtiera, por fin, en la morada conveniente para el hombre; para el hombre purgado por la Muerte, para el hombre en cuyo sublimado intelecto el conocimiento dejaría de ser un veneno... para el hombre redimido, regenerado, venturoso y ahora inmortal, aunquematerial siempre.
Una.-Bien recuerdo aquellas conversaciones, querido Monos; pero la época de la ígnea destrucción no estaba tan cercana como creíamos, como la corrupción de que has hablado nos permitía con tanta seguridad creer. Los hombres vivían y luego morían individualmente. También tú enfermaste y descendiste a la tumba, y allí te siguió pronto tu fiel Una. Y aunque el siglo transcurrido desde entonces, y cuya conclusión nos ha reunido nuevamente, no torturó nuestros adormilados sentidos con la impaciencia del tiempo, de todas maneras, Monos mío, fue un siglo.
Monos.-Di más bien que fue un punto en el vago infinito. Mi muerte se produjo, es verdad, durante la decrepitud de la tierra. Cansado mi corazón por las angustias que nacían de aquel tumulto y corrupción generales, sucumbí víctima de una terrible fiebre. Tras algunos días de dolor y muchos de un delirio soñoliento colmado de éxtasis, cuyas manifestaciones tomaste por sufrimientos sin que yo pudiera comunicarte la verdad... después de unos días, como has dicho, me invadió un sopor que me privó del aliento y del movimiento, y aquellos que me rodeaban lo llamaron Muerte.
Las palabras son cosas vagas. Mi estado no me privaba de sensibilidad. Parecíame semejante a la quietud de aquel que, después de dormir larga y profundamente, inmóvil y postrado en un día estival, empieza a recobrar lentamente la conciencia, por agotamiento natural de su sueño, y sin que ninguna perturbación exterior lo despierte.
No respiraba. El pulso estaba detenido. El corazón había cesado de latir. La voluntad permanecía, pero era impotente. Mis sentidos se mostraban insólitamente activos, aunque caprichosos, usurpándose al azar sus funciones. El gusto y el olfato estaban inextricablemente confundidos, constituyendo un solo sentido anormal e intenso. El agua de rosas con la cual tu ternura había humedecido mis labios hasta el fin provocaba en mí bellísimas fantasías florales; flores fantásticas, mucho más hermosas que las de la vieja tierra, pero cuyos prototipos vemos florecer ahora en torno de nosotros. Los párpados, transparentes y exangües, no se oponían completamente a la visión. Como la voluntad se hallaba suspendida, las pupilas no podían girar en las órbitas, pero veía con mayor o menor claridad todos los objetos al alcance del hemisferio visual; los rayos que caían sobre la parte externa de la retina o en el ángulo del ojo producían un efecto más vívido que aquellos que incidían en la superficie frontal o anterior. Empero, en el primer caso, este efecto era tan anómalo que sólo lo aprehendía como sonido -dulce o discordante, según que los objetos presentes a mi lado fueran claros u oscuros, curvos o angulosos-. El oído, aunque mucho más sensible, no tenía nada de irregular en su acción y apreciaba los sonidos reales con una precisión y una sensibilidad exageradísimas. El tacto había sufrido una alteración más extraña. Recibía con retardo las impresiones, pero las retenía pertinazmente, produciéndose siempre el más grande de los placeres físicos. Así, la presión de tus dulces dedos sobre mis párpados, sólo reconocidos al principio por la visión, llenaron más tarde todo mi ser de una inconmensurable delicia sensual. Sí, de una delicia sensual. Todas mis percepciones eran puramente sensuales. Los elementos proporcionados por los sentidos al pasivo cerebro no eran elaborados en absoluto por aquella inteligencia muerta. Poco dolor sentía y mucho placer; pero ningún dolor o placer morales. Así, tus desgarradores sollozos flotaban en mi oído con todas sus dolorosas cadencias y eran apreciados por aquél en cada una de sus tristes variaciones; pero eran tan sólo suaves sonidos musicales; no provocaban en la extinta razón la sospecha de las angustias de donde nacían, y así también las copiosas y continuas lágrimas que caían sobre mi rostro, y que para todos los asistentes eran testimonio de un corazón destrozado, estremecían de éxtasis cada fibra de mi ser. Y ésa era la Muerte, de la cual los presentes hablaban reverentemente, susurrando, y tú, dulce Una, entre sollozos y gritos.
Me prepararon para el ataúd -tres o cuatro figuras sombrías que iban continuamente de un lado a otro-. Cuando atravesaban la línea directa de mi visión, las sentía como formas, pero al colocarse a mi lado sus imágenes me impresionaban con la idea de alaridos, gemidos y otras atroces expresiones del horror y la desesperación. Sólo tú, vestida de blanco, pasabas musicalmente para mí en todas direcciones.
Transcurrió el día y, a medida que la luz se degradaba, me sentí poseído por un vago malestar, una ansiedad como la que experimenta el durmiente cuando llegan a su oído constantes y tristes sones, lejanas y profundas campanadas solemnes, a intervalos prolongados, pero iguales, y entremezclándose con sueños melancólicos. Anocheció y con la sombra vino una pesada aflicción. Oprimía mi cuerpo como si pesara sobre él, y era palpable. Oíase asimismo una lamentación, semejante al lejano fragor de la resaca, pero más continuo, y que, nacido con el crepúsculo, había ganado en fuerza a medida que crecía la oscuridad. De pronto, la habitación se llenó de luces y aquel fragor se cambió en frecuentes estallidos desiguales del mismo sonido, pero menos lóbrego y menos distinto. La penosa opresión que me agobiaba disminuyó mucho y, emanando de la llama de cada lámpara-pues había varias-, fluyó hasta mis oídos un canto continuo de melodiosa monotonía. Y cuando tú, querida Una, acercándote al lecho donde yacía yo tendido, te sentaste gentilmente a mi lado, perfumándome con tus dulces labios, y los posaste en mi frente, surgió entonces en mi pecho, trémulo, mezclándose con las sensaciones meramente físicas que las circunstancias engendraban, algo que se parecía al sentimiento, un sentir que en parte aprehendí, y en parte respondía a tu profundo amor y a tu tristeza; pero aquel sentir no tenía sus raíces en el inmóvil corazón, y más parecía una sombra que una realidad; pronto se desvaneció, primero en un profundo reposo, y luego en un placer puramente sensual como antes.
Y entonces, del naufragio y el caos de los sentidos usuales pareció nacer en mí un sexto sentido, absolutamente perfecto. Hallé en su ejercicio una extraña delicia, que seguía siendo una delicia física en cuanto el entendimiento no participaba de ella. En el ser animal todo movimiento había cesado. No se estremecía ningún músculo, no vibraba ningún nervio, no latía ninguna arteria. Pero en mi cerebro parecía haber surgido eso para lo cual no hay palabras que puedan dar una concepción aun borrosa a la inteligencia meramente humana. Permíteme denominarlo una pulsación pendular mental. Era la encarnación moral de la idea humana abstracta del Tiempo. La absoluta coordinación de este movimiento o de alguno equivalente había regulado los cielos de los globos celestes. Por él medía ahora las irregularidades del reloj colocado sobre la chimenea y de los relojes de los presentes. Sus latidos llegaban sonoros a mis oídos. La más ligera desviación de la medida exacta (y esas desviaciones prevalecían en todos ellos) me afectaban del mismo modo que las violaciones de la verdad abstracta afectan en la tierra el sentido moral. Aunque ninguno de los relojes en la habitación coincidía con otro en marcar exactamente los segundos, no me costaba, sin embargo, retener el tono y los errores momentáneos de cada uno. Y este penetrante, perfecto sentimiento de duración existente por sí mismo, este sentimiento existente (como el hombre no podría haber imaginado que existiera) con independencia de toda sucesión de eventos, esta idea, este sexto sentido, brotando de las cenizas de todo el resto, fue el primer evidente y seguro paso del alma intemporal en los umbrales de la Eternidad temporal.
Era ya media noche y tú seguías a mi lado. Los demás habíanse marchado de la cámara mortuoria. Descansaba yo en el ataúd. Las lámparas ardían intermitentemente, pues así me lo indicaba lo trémulo de las monótonas melodías. Súbitamente aquellos cantos perdieron claridad y volumen, hasta cesar del todo. El perfume dejó de impresionar mi olfato. Las formas no afectaban ya mi visión. El peso de la Tiniebla se alzó por sí mismo de mi pecho. Un choque apagado, como una descarga eléctrica, recorrió mi cuerpo y fue seguido por una pérdida total de la idea de contacto. Todo aquello que el hombre llama sentidos se sumió en la sola conciencia de entidad y en el sentimiento de duración único que perduraba. El cuerpo mortal había sido al fin golpeado por la mano de la letal Corrupción.
Y, sin embargo, no toda sensibilidad se había apagado, pues la conciencia y el sentimiento remanentes cumplían algunas de sus funciones a través de una letárgica intuición. Apreciaba el espantoso cambio que se estaba operando en mi carne, y tal como el soñador advierte a voces la presencia corporal de aquel que se inclina sobre su lecho, así, dulce Una, sentía yo que aún seguías a mi lado. Y cuando llegó el segundo mediodía, tampoco dejé de tener conciencia de los movimientos que te alejaron de mi lado, me encerraron en el ataúd, llevándome a la carroza fúnebre, me transportaron hasta la tumba, bajándome a ella, amontonando pesadamente la tierra sobre mí, dejándome en la tiniebla y en la corrupción, entregado a mi triste y solemne sueño en compañía de los gusanos.
Y aquí, en la prisión que pocos secretos tiene para revelar, pasaron los días, y las semanas, y los meses, y el alma observaba atentamente el vuelo de cada segundo, registrándolo sin esfuerzo; sin esfuerzo y sin objeto.
Pasó un año. La conciencia de ser se había vuelto de hora en hora más indistinta, y la de merasituación había usurpado en gran medida su puesto. La idea de entidad estaba confundiéndose con la de lugar. El angosto espacio que rodeaba lo que había sido el cuerpo iba a ser ahora el cuerpo mismo. Por fin, como ocurre con frecuencia al durmiente (sólo el sueño y su mundo permiten figurar la Muerte), tal como a veces ocurría en la tierra al que estaba sumido en profundo sueño, cuando algún resplandor lo despertaba a medias, dejándolo empero envuelto en ensoñaciones, así, a mí, ceñido en el abrazo de la Sombra, me llegó aquella única luz capaz de sobresaltarme... la luz del Amor duradero. Los hombres acudieron a cavar en la tumba donde yacía oscuramente. Levantaron la húmeda tierra. Sobre el polvo de mis huesos bajó el ataúd de Una.
Y otra vez todo fue vacío. La nebulosa se había extinguido. El débil estremecimiento habíase apagado en reposo. Muchos lustros transcurrieron. El polvo tornó al polvo. No había ya alimento para el gusano. El sentimiento de ser había desaparecido por completo y en su lugar, en lugar de todas las cosas, dominantes y perpetuos, reinaban autocráticamente el Lugar y elTiempo. Para eso que no era, para eso que no tenía forma, para eso que no tenía pensamiento, para eso que no tenía sensibilidad, para eso que no tenía alma, para eso que no tenía materia, para toda esa nada y, sin embargo, para toda esa inmortalidad, la tumba era todavía una morada, y las corrosivas horas, compañeras.
FIN
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El corazón delator
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!
FIN
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El demonio de la perversidad
En la consideración de las facultades e impulsos de los prima mobilia del alma humana los frenólogos han olvidado una tendencia que, aunque evidentemente existe como un sentimiento radical, primitivo, irreductible, los moralistas que los precedieron también habían pasado por alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la hemos pasado por alto. Hemos permitido que su existencia escapara a nuestro conocimiento tan sólo por falta de creencia, de fe, sea fe en la Revelación o fe en la Cábala. Nunca se nos ha ocurrido pensar en ella, simplemente por su gratuidad. No creímos que esa tendencia tuviera necesidad de un impulso. No podíamos percibir su necesidad. No podíamos entender, es decir, aunque la noción de este primum mobile se hubiese introducido por sí misma, no podíamos entender de qué modo era capaz de actuar para mover las cosas humanas, ya temporales, ya eternas. No es posible negar que la frenología, y en gran medida toda la metafísica, han sido elaboradas a priori. El metafísico y el lógico, más que el hombre que piensa o el que observa, se ponen a imaginar designios de Dios, a dictarle propósitos. Habiendo sondeado de esta manera, a gusto, las intenciones de Jehová, construyen sobre estas intenciones sus innumerables sistemas mentales. En materia de frenología, por ejemplo, hemos determinado, primero (por lo demás era bastante natural hacerlo), que entre los designios de la Divinidad se contaba el de que el hombre comiera. Asignamos, pues, a éste un órgano de la alimentividad para alimentarse, y este órgano es el acicate con el cual la Deidad fuerza al hombre, quieras que no, a comer. En segundo lugar, habiendo decidido que la voluntad de Dios quiere que el hombre propague la especie, descubrimos inmediatamente un órgano de la amatividad. Y lo mismo hicimos con la combatividad, la idealidad, la casualidad, la constructividad, en una palabra, con todos los órganos que representaran una tendencia, un sentimiento moral o una facultad del puro intelecto. Y en este ordenamiento de los principios de la acción humana, los spurzheimistas, con razón o sin ella, en parte o en su totalidad, no han hecho sino seguir en principio los pasos de sus predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa a partir del destino preconcebido del hombre y tomando como fundamento los propósitos de su Creador.
Hubiera sido más prudente, hubiera sido más seguro fundar nuestra clasificación (puesto que debemos hacerla) en lo que el hombre habitual u ocasionalmente hace, y en lo que siempre hace ocasionalmente, en cambio de fundarla en la hipótesis de lo que Dios pretende obligarle a hacer. Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles, ¿cómo lo comprenderíamos en los inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras? Si no podemos entenderlo en sus criaturas objetivas, ¿cómo hemos de comprenderlo en sus tendencias esenciales y en las fases de la creación?
La inducción a posteriori hubiera llevado a la frenología a admitir, como principio innato y primitivo de la acción humana, algo paradójico que podemos llamar perversidad a falta de un término más característico. En el sentido que le doy es, en realidad, un móvil sin motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos sin objeto comprensible, o, si esto se considera una contradicción en los términos, podemos llegar a modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos por la razón de que no deberíamos actuar. En teoría ninguna razón puede ser más irrazonable; pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus, en ciertas condiciones llega a ser absolutamente irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en la seguridad de la equivocación o el error de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza irresistible, la única que nos impele a su prosecución. Esta invencible tendencia a hacer el mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un impulso radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo sé, que cuando persistimos en nuestros actos porque sabemos que no deberíamos hacerlo, nuestra conducta no es sino una modificación de la que comúnmente provoca la combatividad de la frenología. Pero una mirada mostrará la falacia de esta idea. La combatividad, a la cual se refiere la frenología, tiene por esencia la necesidad de autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra todo daño. Su principio concierne a nuestro bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado al mismo tiempo que su desarrollo. Se sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al mismo tiempo por algún principio que será una simple modificación de la combatividad, pero en el caso de esto que llamamos perversidad el deseo de estar bien no sólo no se manifiesta, sino que existe un sentimiento fuertemente antagónico.
Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a la sofistería que acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta a todas las preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical. No es más incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún período no lo haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su interlocutor con circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda la intención de agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y más luminoso lucha por brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme y lamenta la cólera de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que puede engendrar esa cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo pensamiento es suficiente. El impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un ansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando todas las consecuencias) es consentida.
Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que la demora será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces, energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la tarea, y en la anticipación de su magnífico resultado nuestra alma se enardece. Debe, tiene que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; y ¿por qué? No hay respuesta, salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin comprensión del principio. El día siguiente llega, y con él una ansiedad más impaciente por cumplir con nuestro deber, pero con este verdadero aumento de ansiedad llega también un indecible anhelo de postergación realmente espantosa por lo insondable. Este anhelo cobra fuerzas a medida que pasa el tiempo. La última hora para la acción está al alcance de nuestra mano. Nos estremece la violencia del conflicto interior, de lo definido con lo indefinido, de la sustancia con la sombra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos, la sombra es la que vence, luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al mismo tiempo es el canto del gallo para el fantasma que nos había atemorizado. Vuela, desaparece, somos libres. La antigua energía retorna. Trabajaremosahora. ¡Ay, es demasiado tarde!
Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos quedamos. En lenta graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en una nube de sentimientos inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobra forma, como el vapor de la botella de donde surgió el genio en Las mil y una noches. Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho más terrible que cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es sólo un pensamiento, aunque temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la feroz delicia de su horror. Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones durante la veloz caída desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación, por la simple razón de que implica la más espantosa y la más abominable entre las más espantosas y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan presentado a nuestra imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Y porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoniaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él. Aceptar por un instante cualquier atisbo de pensamiento significa la perdición inevitable, pues la reflexión no hace sino apremiarnos para que no lo hagamos, y justamente por eso, digo, no podemos hacerlo. Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el súbito esfuerzo de echarnos atrás, nos arrojamos, nos destruimos.
Examinemos estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan sólo del espíritu de perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que no deberíamos hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio inteligible, y podríamos en verdad considerar su perversidad como una instigación directa del demonio si no supiéramos que a veces actúa en fomento del bien.
He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vuestra pregunta, puedo explicaros por qué estoy aquí, puedo mostraros algo que tendrá por lo menos una débil apariencia de justificación de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si no hubiera sido tan prolijo, o no me hubierais comprendido, o, como la chusma, me hubierais considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las innumerables víctimas del demonio de la perversidad.
Es imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfecta deliberación. Semanas, meses enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé mil planes porque su realización implicaba una chance de ser descubierto. Por fin, leyendo algunas memorias francesas, encontré el relato de una enfermedad casi fatal sobrevenida a madame Pilau por obra de una vela accidentalmente envenenada. La idea impresionó de inmediato mi imaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en la cama. Sabía también que su habitación era pequeña y mal ventilada. Pero no necesito fatigaros con detalles impertinentes. No necesito describir los fáciles artificios mediante los cuales sustituí, en el candelero de su dormitorio, la vela que allí encontré por otra de mi fabricación. A la mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del coroner fue: «Muerto por la voluntad de Dios.»
Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó por mi cerebro la idea de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la bujía fatal. No dejé huella de una pista por la cual fuera posible acusarme o siquiera hacerme sospechoso del crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción que nacía en mi pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un período muy largo me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me proporcionaba un placer más real que las ventajas simplemente materiales derivadas de mi crimen. Pero le sucedió, por fin, una época en que el sentimiento agradable llegó, en gradación casi imperceptible, a convertirse en una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesiva. Apenas podía librarme de ella por momentos. Es harto común que nos fastidie el oído, o más bien la memoria, el machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compases triviales de una ópera. El martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena o el aria de ópera meritoria. Así es como, al fin, me descubría permanentemente pensando en mi seguridad y repitiendo en voz baja la frase: «Estoy a salvo».
Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me sorprendí en el momento de murmurar, casi en voz alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia les di esta nueva forma: «Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesar abiertamente.»
No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta mi corazón. Tenía ya alguna experiencia de estos accesos de perversidad (cuya naturaleza he explicado no sin cierto esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con éxito sus embates. Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante tonto para confesar el asesinato del cual era culpable se enfrentaba conmigo como la verdadera sombra de mi asesinado y me llamaba a la muerte.
Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla de mi alma. Caminé vigorosamente, más rápido, cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía un deseo enloquecedor de gritar con todas mis fuerzas. Cada ola sucesiva de mi pensamiento me abrumaba de terror, pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien, que pensar, en mi situación, era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté como un loco por las calles atestadas. Al fin, el populacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la consumación de mi destino. Si hubiera podido arrancarme la lengua, lo habría hecho, pero una voz ruda resonó en mis oídos, una mano más ruda me aferró por el hombro. Me volví, abrí la boca para respirar. Por un momento experimenté todas las angustias del ahogo: estaba ciego, sordo, aturdido; y entonces algún demonio invisible -pensé- me golpeó con su ancha palma en la espalda. El secreto, largo tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.
Dicen que hablé con una articulación clara, pero con marcado énfasis y apasionada prisa, como si temiera una interrupción antes de concluir las breves pero densas frases que me entregaban al verdugo y al infierno.
Después de relatar todo lo necesario para la plena acusación judicial, caí por tierra desmayado.
Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré libre!Pero, ¿dónde?
                                                                                                                                          FIN
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El engaño del globo
¡Asombrosas noticias por expreso, vía Norfolk! ¡Travesía del Atlántico en tres días! ¡Extraordinario triunfo de la máquina volante del señor Monck Mason! ¡Llegada a la isla Sullivan, cerca de Charleston, Carolina del Sur, del señor Mason, el señor Robert Holland, el señor Henson, el señor Harrison Ainsworth y otros cuatro pasajeros, a bordo del globo dirigible Victoria, luego de 75 horas de viaje de costa a costa! ¡Todos los detalles del vuelo!
El siguiente jeux d'esprit, con los titulares que preceden en enormes caracteres, abundantemente separados por signos de admiración, fue publicado por primera vez en el New York Sun, con intención de proporcionar alimento indigesto a los quidnuncsdurante las pocas horas entre los dos correos de Charleston. La conmoción producida y el arrebato del "único diario que traía las noticias" fue más allá de lo prodigioso; y, para decir la verdad, si el Victoria "no" efectuó el viaje reseñado (como aseguran algunos), difícil sería encontrar razones que le hubiesen impedido llevarlo a cabo.
E.A.P.
¡El gran problema ha sido, por fin, resuelto! ¡Al igual que la tierra y el océano, el aire ha sido sometido por la ciencia y habrá de convertirse en un camino tan cómodo como transitado para la humanidad! ¡El Atlántico ha sido cruzado en globo! ¡Sin dificultad, sin peligro aparente, con un perfecto dominio de la máquina, y en el periodo inconcebiblemente breve de 75 horas de costa a costa! Gracias a la decisión de uno de nuestros representantes en Charleston, Carolina del Sur, somos los primeros en proporcionar al público una crónica detallada de este viaje extraordinario, efectuado entre el sábado 6 del corriente, a las once a.m., y el jueves 9, a las dos p.m., por el señor Everard Bringhurst, el señor Osborne, sobrino de lord Bentinck; el señor Monck Mason y el señor Robert Holland, los afamados aeronautas; el señor Harrison Ainsworth, autor de Jack Sheppard y otras obras; el señor Henson, diseñador de la reciente y fracasada máquina voladora, y dos marinos de Woolwich; ocho personas en total. Los detalles que siguen pueden considerarse auténticos y exactos en todo sentido, pues, con una sola excepción, fueron copiados verbatim de los diarios de navegación de los señores Monck Mason y Harrison Ainsworth, a cuya gentileza debe nuestro corresponsal muchas informaciones verbales sobre el globo, su construcción y otras cuestiones no menos interesantes. La única alteración del manuscrito recibido se debe a la necesidad de dar forma coherente e inteligible a la apresurada reseña de nuestro representante, el señor Forsyth.
El globo
"Dos notorios fracasos recientes -los del señor Henson y el señor George Cayley- habían debilitado mucho el interés público por la navegación aérea. El proyecto del señor Henson (que aun los hombres de ciencia consideraron al comienzo como factible) se fundaba en el principio de un plano inclinado, lanzado desde una eminencia por una fuerza extrínseca que se continuaba luego por la revolución de unas paletas que en forma y número semejaban las de un molino de viento. Empero, las experiencias practicadas con modelos en la Adelaide Gallery mostraron que la revolución de aquellas paletas no sólo no impulsaba la máquina, sino que impedía su vuelo. La única fuerza de propulsión evidente era el ímpetu adquirido durante el descenso por el plano inclinado, y este ímpetu llevaba más lejos a la máquina cuando las paletas estaban inmóviles que cuando funcionaban, hecho suficientemente demostrativo de la inutilidad de estas últimas. Como es natural, en ausencia de la fuerza propulsora, que era al mismo tiempo sustentadora, la máquina se veía obligada a descender.
"Esta última consideración movió al señor George Cayley a adaptar una hélice a alguna máquina que tuviera una fuerza sustentadora independiente: en una palabra, a un globo. Aquella idea no sólo tenía la novedad de su especial aplicación práctica. El señor George exhibió un modelo en el Instituto Politécnico. El principio propulsor se aplicaba aquí a superficies discontinuas o paletas giratorias. El aparato tenía cuatro paletas, que en la práctica resultaron completamente ineficaces para mover el globo o ayudarlo en su ascensión. El proyecto resultó, pues, un fracaso completo.
"En esta coyuntura, el señor Monck Mason (cuyo viaje de Dover a Weilburg a bordo del globo Nassau provocara tanto entusiasmo en 1837), concibió la idea de aplicar el principio de la rosca o hélice de Arquímedes a los efectos de la propulsión en el aire, atribuyendo correctamente el fracaso de los modelos del señor Henson y de el señor George Cayley a la interrupción de la superficie en las paletas independientes. Llevó a cabo la primera experiencia pública en los salones de Willis, pero más tarde trasladó su modelo a la Adelaide Gallery.
"A semejanza del globo del señor George, su globo era elipsoidal. Tenía trece pies y seis pulgadas de largo por seis pies y ocho pulgadas de alto. Contenía unos 320 pies cúbicos de gas; si se introducía hidrógeno puro, éste podía soportar 21 libras inmediatamente después de haber sido inflado el globo, antes de que el gas se estropeara o escapara. El peso total de la máquina y el aparato era de 17 libras, dejando un margen de unas cuatro libras. Por debajo del centro del globo había una armazón de madera liviana de unos nueve pies de largo, unida al globo por una red como las que se usan habitualmente para ese fin. La barquilla, de mimbre se hallaba suspendida del armazón.
"La hélice consistía en un eje hueco de bronce de 18 pulgadas de largo, en el cual, sobre una semiespiral inclinada en un ángulo de quince grados, pasaba una serie de radios de alambre de acero de dos pies de largo, que se proyectaban a un pie de distancia a cada lado. Dichos radios estaban unidos en sus puntos por dos bandas de alambre aplanado, constituyendo así el armazón de la hélice, la cual se completaba mediante un forro de seda impermeabilizada, cortada de manera de seguir la espiral y presentar una superficie suficientemente unida. La hélice se hallaba sostenida en los dos extremos de su eje por brazos de bronce, que descendían del armazón superior. Dichos brazos tenían orificios en la parte inferior, donde los pivotes del eje podían girar libremente. De la porción del eje más cercana a la barquilla salía un vástago de acero que conectaba la hélice con el engranaje de una máquina a resorte fijada en la barquilla. Haciendo funcionar este resorte o cuerda se lograba que la hélice girara a gran velocidad, comunicando un movimiento progresivo a la aeronave. Gracias a un timón se hacía tomar a ésta cualquier rumbo. El resorte era sumamente fuerte comparado con sus dimensiones y podía levantar 45 libras de peso sobre un rodillo de cuatro pulgadas de diámetro en la primera vuelta, aumentando gradualmente su poder a medida que adquiría velocidad. Pesaba en total ocho libras y seis onzas. El gobernalle consistía en un marco liviano de caña cubierto de seda, parecido a una raqueta; tenía tres pies de largo y un pie en su parte más ancha. Pesaba dos onzas. Podía colocárselo horizontalmente, haciéndolo subir y bajar, y moverlo a derecha e izquierda verticalmente, con lo cual permitía al aeronauta transferir la resistencia del aire determinada por su inclinación hacia cualquier lado y hacer que el globo se moviera en dirección opuesta.
"Este modelo (que por falta de tiempo hemos descrito imperfectamente) fue ensayado en la Adelaida Gallery, donde alcanzó una velocidad de cinco millas horarias. Aunque parezca extraño, provocó muy poco interés comparado con la anterior y complicada máquina del señor Henson; tan dispuesto se muestra el mundo a despreciar toda cosa que se presente llena de sencillez. Para llevar a cabo el gran desiderátum de la navegación aérea, se suponía en general que debería llegarse a la complicada aplicación de algún profundísimo principio de la dinámica.
"Empero, tan satisfecho se sentía el señor Mason del buen resultado de su invención, que resolvió construir inmediatamente, si era posible, un globo de capacidad suficiente para probar su eficacia en un viaje bastante extenso; la intención original consistía en cruzar el Canal de la Mancha, como se había hecho anteriormente en el globo Nassau. A fin de llevar su proyecto a la práctica, solicitó y obtuvo el patronazgo del señor Everard Bringhurst y del señor Osborne, caballeros bien conocidos por su saber científico y el interés que demostraban por los progresos de la navegación aérea. A pedido del señor Osborne, el proyecto fue mantenido en el más riguroso secreto, y las únicas personas al tanto de la idea fueron aquellas que se ocuparon de la construcción de la máquina. Se construyó ésta bajo la dirección de los señores Mason, Holland, Bringhurst y Osborne, en la residencia de este último, cerca de Penstruthal, en Gales. El señor Henson, así como su amigo el señor Ainsworth, fueron admitidos a una exhibición privada del globo el sábado pasado, cuando ambos caballeros hacían sus preparativos para ser incluidos entre los pasajeros del globo. No se nos ha dado la razón por la cual estos caballeros se agregaron a la expedición, pero dentro de uno o dos días haremos conocer a nuestros lectores los menores detalles concernientes al extraordinario viaje.
"El globo es de seda, barnizado con goma o caucho líquido. De vastas dimensiones, contiene más de 40,000 pies cúbicos de gas. Dado que se utilizó gas de alumbrado en vez de hidrógeno, mucho más costoso, el poder sustentatorio de la aeronave, completamente inflada y poco después, no sobrepasa las 2500 libras. El gas de alumbrado no sólo resulta mucho más barato, sino que es fácilmente obtenible y manejable.
"Debemos al señor Charles Green el uso del gas de alumbrado para los fines de la aeronavegación. Hasta su descubrimiento, la inflación de los globos no sólo era sumamente cara, sino de incierto resultado. Con frecuencia se empleaban dos o tres días en fútiles tentativas para procurarse suficiente cantidad de hidrógeno para llenar un globo, del cual este gas tiene gran tendencia a escapar debido a su extremada tenuidad y a su afinidad con la atmósfera circundante. Un globo suficientemente impermeable como para conservar su contenido de gas de alumbrado durante seis meses, apenas alcanzará a mantener seis semanas una carga equivalente de hidrógeno.
"Habiéndose calculado la fuerza de sustentación en 2500 libras, y el peso de todos los viajeros en 1200, quedaba un excedente de 1300, de los cuales 1200 se integraron con lastre, preparado en sacos de diferente tamaño, cada uno con su peso marcado, cordajes, barómetros, telescopios, barriles con provisiones para una quincena, tanques de agua, abrigos, sacos de noche y otras cosas indispensables, incluido un calentador de café que funcionaba por medio de cal viva, evitando así por completo el uso del fuego, justamente considerado como muy peligroso. Todos estos artículos, salvo el lastre y unas pocas cosas, fueron suspendidos del armazón superior. La barquilla es proporcionalmente mucho más pequeña y liviana que la que se había colocado en el primer modelo en escala reducida. Se la construyó de mimbre liviano y extraordinariamente fuerte a pesar de su frágil aspecto. Tiene unos cuatro pies de profundidad. El gobernalle es mucho más grande que el del modelo, mientras la hélice es bastante más pequeña. El globo está provisto de un ancla con varios ganchos y una cuerdaguía. Esta última es de excepcional importancia y requiere algunas palabras explicativas para aquellos lectores que no se hallan al tanto de la misma.
"Tan pronto el globo se aleja de la tierra, queda sometido a diversas circunstancias que tienden a crear una diferencia en su peso, aumentando y disminuyendo su fuerza ascensional. Por ejemplo, en la seda puede depositarse el rocío, hasta pesar varios cientos de libras; preciso es entonces arrojar lastre, pues de lo contrario la aeronave descenderá. Arrojado el lastre, si el sol hace evaporar el rocío, dilatando al mismo tiempo el gas del globo, éste volverá a ascender. Para impedirlo, el único recurso posible (hasta que el señor Green inventó la cuerdaguía) consistía en dejar escapar un poco de gas por medio de una válvula. Pero la pérdida de gas supone una pérdida equivalente de poder ascensional, vale decir que después de un período relativamente breve el globo mejor construido agotará sus recursos y tendrá que descender. Esto constituía hasta entonces el gran obstáculo para los viajes largos.
"La cuerdaguía remedia esta dificultad de la manera más simple que imaginarse pueda. Consiste en una soga muy larga que cuelga de la barquilla, destinada a impedir que el globo varíe de altitud bajo ninguna circunstancia. Si, por ejemplo, se deposita humedad en la cubierta de seda y la aeronave empieza a descender, no será necesario arrojar lastre para compensar este aumento de peso, sino que bastará soltar la soga hasta que arrastre por el suelo todo lo necesario para establecer el equilibrio. Si, por el contrario, alguna otra circunstancia ocasionara un aligeramiento del globo y su consiguiente ascenso, se lo contrarresta recogiendo cierta cantidad de soga, cuyo peso se agrega entonces al del globo. En esta forma el aerostato sólo subirá y bajará muy poco, y su capacidad de gas y de lastre se mantendrá invariable. Cuando se vuela sobre una superficie líquida hay que emplear pequeños barriles de cobre o madera, llenos de una sustancia líquida más liviana que el agua. Dichos barriles flotan y cumplen la misma función que la soga en tierra firme. Otra función importante de esta última consiste en señalar la dirección del globo. Tanto en tierra como en mar, la cuerda arrastra sobre la superficie y, por tanto, el globo vuela siempre un poco adelantado con respecto a ella; basta, pues, establecer una relación entre ambos objetos por medio del compás para establecer el rumbo. Del mismo modo, el ángulo formado por la cuerda con el eje vertical del globo indica la velocidad de éste. Cuando no hay ningún ángulo, o, en otras palabras, cuando la cuerda cuelga verticalmente, el aparato se encuentra estacionario; cuanto más abierto sea el ángulo, es decir, cuanto más adelante se halle el globo con respecto al extremo de la cuerda, mayor será la velocidad, y viceversa.
"Como la intención original consistía en cruzar el Canal de la Mancha y descender lo más cerca posible de París, los viajeros habían tenido la precaución de proveerse de pasaportes válidos para todos los países del continente, especificando la naturaleza de la expedición, como en el caso del viaje del Nassau, y facilitándoles la exención de las formalidades habituales de las aduanas; acontecimientos inesperados, empero, hicieron inútiles estos documentos.
"La inflación del globo empezó con la mayor reserva al amanecer del sábado 6 del corriente, en el gran patio de Wheal-Vor House, residencia del señor Osborne, a una milla de Penstruthal, Gales del Norte. A las once y siete minutos los preparativos quedaron terminados, y el globo se elevó suave pero seguramente en dirección al sur. Durante la primera media hora no se emplearon ni la hélice ni el gobernalle. Transcribimos ahora el diario de viaje, según lo recogió el señor Forsyth de los manuscritos de los señores Monck Mason y Ainsworth. El cuerpo principal del diario es de puño y letra del señor Mason, al cual se agrega una posdata diaria del señor Ainsworth, quien tiene en preparación y dará pronto a conocer una crónica tan detallada cuanto apasionante del viaje."
El diario
"Sábado 6 de abril.-Luego que todos los preparativos que podían resultar molestos quedaron terminados durante la noche, empezamos la inflación al alba; una espesa niebla que envolvía los pliegues de la seda y no nos permitía disponerla debidamente atrasó esta tarea hasta las once de la mañana. Desamarramos entonces llenos de optimismo y subimos suave pero continuamente, con un ligero viento del norte que nos llevó hacia el Canal de la Mancha. Notamos que la fuerza ascensional era mayor de lo que esperábamos; una vez que hubimos remontado sobrepasando la zona de los acantilados, los rayos solares influyeron para que nuestro ascenso se hiciera aún más rápido. No quise, sin embargo, perder gas en esta temprana etapa de nuestra aventura, y decidimos seguir subiendo. No tardamos en recoger nuestra cuerdaguía, pero, aun después que hubo dejado de tocar tierra, seguimos subiendo con notable rapidez. El globo se mostraba insólitamente estable y su aspecto era magnífico. Diez minutos después de salir, el barómetro indicaba 15,000 pies de altitud. Teníamos un tiempo excelente, y el panorama de las regiones circundantes, uno de los más románticos visto desde cualquier lado, era ahora particularmente sublime. Las numerosas y profundas hondonadas daban la impresión de lagos, a causa de los densos vapores que las llenaban, y los montes y picos del sudeste, amontonado en inextricable confusión, sólo admitían ser comparados con las gigantescas ciudades de las fábulas orientales.
"Nos acercábamos rápidamente a las montañas meridionales, pero estábamos lo bastante elevados como para franquearlas sin riesgo. Pocos minutos después las sobrevolamos magníficamente; tanto el señor Ainsworth como los dos marinos se sorprendieron de su aparente pequeñez vistas desde la barquilla, ya que la gran altitud de un globo tiende a reducir las desigualdades de la superficie de la tierra hasta dar la impresión de una continua llanura. A las once y media, derivando siempre hacia el sur, tuvimos nuestra primera visión del Canal de Bristol; quince minutos más tarde, los rompientes de la costa se hallaban debajo de nosotros, e iniciábamos el vuelo sobre el mar. Resolvimos entonces soltar suficiente gas como para que nuestra cuerdaguía, con las boyas atadas al extremo, tomara contacto con el agua. Se hizo así de inmediato e iniciamos un descenso gradual. Veinte minutos más tarde nuestra primera boya tocó el agua y, cuando la segunda estableció a su vez contacto, quedamos a una altura estacionaria. Todos estábamos ansiosos por probar la eficacia del gobernalle y de la hélice, y los hicimos funcionar inmediatamente a fin de acentuar el rumbo hacia el este, en dirección a París. Gracias al timón, no tardamos en desviamos en ese sentido, manteniendo el rumbo casi en ángulo recto con el del viento; luego hicimos funcionar el resorte de la hélice y nos regocijamos muchísimo al comprobar que nos impulsaba exactamente como queríamos. En vista de ello lanzamos nueve hurras de todo corazón y arrojamos al mar una botella conteniendo un pergamino donde se describía brevemente el principio de la invención.
"Apenas habíamos terminado de expresar nuestro contento, cuando un accidente inesperado nos descorazonó muchísimo. El vástago de acero que conectaba el resorte con la hélice se salió bruscamente de su lugar en la barquilla (a causa de un balanceo de la misma, ocasionado por algún movimiento de uno de los marinos que habíamos embarcado con nosotros), y quedó colgando lejos de nuestro alcance, tomado en el pivote del eje de la hélice. Mientras tratábamos de recuperarlo, y nuestra atención se hallaba por completo absorbida en esto, nos tomó un fortísimo viento del este que nos llevó con fuerza creciente rumbo al Atlántico. Pronto nos encontramos volando a un promedio que ciertamente no era inferior a 50 ó 60 millas por hora, tanto que llegamos a la altura de Cape Clear, situado a unas 40 millas al norte, antes de haber asegurado el vástago y tener una idea clara de lo que ocurría.
"Fue entonces cuando el señor Ainsworth formuló una propuesta extraordinaria, pero que en mi opinión no tenía nada de irrazonable o de quimérica, y que fue inmediatamente secundada por el señor Holland: quiero decir que aprovecháramos la fuerte brisa que nos impulsaba y, en lugar de retroceder rumbo a París, hiciéramos la tentativa de alcanzar la costa de Norteamérica, la cual (¡cosa rara!) sólo fue objetada por los dos marinos. Pero, como estábamos en mayoría, dominamos sus temores y decidimos mantener resueltamente el rumbo. Seguimos, pues, hacia el oeste; pero como el arrastre de las boyas demoraba nuestro avance y teníamos perfecto dominio sobre el globo, tanto para subir como para bajar, empezamos por desprendernos de 50 libras de lastre y luego, por medio de un cabestrante, recogimos la cuerda hasta conseguir que no tocara la superficie del mar. Inmediatamente notamos el efecto de esta maniobra, pues aumentó nuestra velocidad y, como el viento acreciera, volamos con una rapidez casi inconcebible; la cuerdaguía flotaba detrás de la barquilla como un gallardete en un navío.
"De más está decir que nos bastó poquísimo tiempo para perder de vista la costa. Pasamos sobre cantidad de navíos de toda clase, algunos de los cuales trataban de navegar a la bolina, pero en su mayoría se mantenían a la capa. Provocamos el más extraordinario revuelo a bordo de todos ellos, revuelo del que gozamos grandemente, y muy especialmente nuestros dos marineros, que, bajo la influencia de un buen trago de ginebra, se habían resuelto a tirar por la borda escrúpulo y todo temor. Muchos de aquellos barcos nos dispararon salvas, y en todos ellos fuimos saludados con sonoros hurras (que oíamos con notable nitidez) y saludos con gorras y pañuelos. Continuamos en esta forma durante todo el día sin mayores incidentes, y cuando nos envolvieron las sombras de la noche, calculamos grosso modo la distancia recorrida, encontrando que no podía bajar de 500 millas, y probablemente las excedía por mucho. La hélice funcionaba continuamente y sin duda ayudaba en gran medida a nuestro avance. Cuando se puso el sol, el viento se convirtió en un verdadero huracán y el océano era perfectamente visible a causa de su fosforescencia. El viento sopló del este toda la noche, dándonos los mejores augurios de éxito. Sufrimos muchísimo a causa del frío, y la humedad atmosférica era harto desagradable; pero el amplio espacio en la barquilla nos permitía acostarnos, y con ayuda de nuestras capas y algunos colchones pudimos arreglarnos bastante bien.
"P.S. [por el señor Ainsworth].-Las últimas nueve horas han sido indiscutiblemente las más apasionantes de mi vida. Imposible imaginar nada más exaltante que el extraño peligro, que la novedad de una aventura como ésta. ¡Quiera Dios que triunfemos! No pido el triunfo por la mera seguridad de mi insignificante persona, sino por el conocimiento de la humanidad y por la grandeza de semejante triunfo. Sin embargo, la hazaña es tan practicable que me asombra que los hombres hayan vacilado hasta ahora en intentarla. Basta con que una galerna como la que ahora nos favorece arrastre un globo durante cuatro o cinco días (y estos huracanes suelen durar más) para que el viajero se vea fácilmente transportado de costa a costa. Con un viento semejante el vasto Atlántico se convierte en un mero lago.
"En este momento lo que más me impresiona es el supremo silencio que reina en el mar por debajo de nosotros, a pesar de su gran agitación. Las aguas no hacen oír su voz a los cielos. El inmenso océano llameante se retuerce y sufre su tortura sin quejarse. Las crestas montañosas sugieren la idea de innumerables demonios gigantescos y mudos, que luchan en una imponente agonía. En una noche como ésta, un hombre vive, vive un siglo entero de vida ordinaria; y no cambiaría yo esta arrebatadora delicia por todo ese siglo de vida común.
"Domingo 7 [por el señor Mason].-A las diez de la mañana la galerna amainó hasta convertirse en un viento de ocho o nueve nudos (con respecto a un barco en alta mar), llevándonos a una velocidad de unas 30 millas horarias. El viento ha girado considerablemente hacia el norte, y ahora, a la puesta del sol, mantenemos nuestro rumbo hacia el oeste gracias al gobernalle y a la hélice, que cumplen sus tareas de manera admirable. Considero que mi mecanismo ha tenido el mejor de los éxitos, y la navegación aérea hacia cualquier rumbo (y no a merced de los vientos) deja de ser un problema. Cierto es que no hubiéramos podido volar en contra del fuerte viento de ayer, pero, en cambio, ascendiendo, hubiésemos escapado a su influencia de haber sido ello necesario. Estoy convencido de que con ayuda de la hélice podríamos avanzar contra un viento bastante intenso. A mediodía alcanzamos una altura de 25,000 pies, luego de arrojar lastre. Buscábamos una corriente de aire más directa, pero no hallamos ninguna tan favorable como la que seguimos ahora. Tenemos abundante provisión de gas para cruzar este insignificante charco, aunque el viaje nos lleve tres semanas. El resultado final no me inspira el más mínimo temor. Las dificultades de la empresa han sido extrañamente exageradas y mal entendidas. Puedo elegir mi viento más favorable y, en caso de que todos los vientos fuesen contrarios, la hélice me permitiría seguir adelante. No ha habido ningún incidente digno de mención. La noche se anuncia muy serena.
"P.S. [por el señor Ainsworth].-Poco tengo que anotar, salvo que, para mi sorpresa, a una altura igual a la del Cotopaxi no he sentido ni mucho frío, ni dificultad respiratoria o jaqueca. Todos mis compañeros coinciden conmigo; tan sólo el señor Osborne se quejó de cierta opresión en los pulmones, pero pronto se le pasó. Hemos volado a gran velocidad durante el día y debemos hallarnos a más de la mitad del Atlántico. Pasamos sobre veinte o treinta navíos de diversos tipos, y todos ellos se mostraron jubilosamente asombrados. Cruzar el océano en globo no es, después de todo, una hazaña tan ardua. Omne ignotum pro magnifico. Detalle interesante: a 25,000 pies de altura el cielo parece casi negro y las estrellas se ven con toda claridad; en cuanto al mar, no aparece convexo, como podría suponerse, sino total y absolutamente cóncavo.
"Lunes 8 ([por el señor Mason].-Esta mañana volvimos a tener algunas dificultades con la varilla de la hélice, que deberá ser completamente modificada en el futuro, para evitar accidentes serios. Aludo al vástago de acero y no a las paletas, pues éstas son inmejorables. El viento sopló constante y fuertemente del norte durante todo el día, y hasta ahora la fortuna parece dispuesta a favorecemos. Poco antes de aclarar nos alarmaron algunos extraños ruidos y sacudidas en el globo, que, sin embargo, no tardaron en cesar. Aquellos fenómenos se debían a la dilatación del gas por el aumento del calor atmosférico, y la consiguiente ruptura de las menudas partículas de hielo que se habían formado durante la noche en toda la estructura de tela. Arrojamos varias botellas a los navíos que encontrábamos. Vimos que una de ellas era recogida por los tripulantes de un navío, probablemente uno de los paquebotes que hacen el servicio a Nueva York. Tratamos de leer su nombre, pero no estamos seguros de haberlo entendido. Con ayuda del catalejo del señor Osborne desciframos algo así como Atalanta. Ahora es medianoche y seguimos volando rápidamente hacia el oeste. El mar está muy fosforescente.
"P.S. [por el señor Ainsworth].-Son las dos de la madrugada y el tiempo sigue muy sereno; resulta difícil saberlo exactamente, pues el globo se mueve junto con el viento. No he dormido desde que salimos de Wheal-Vor, pero me es imposible seguir resistiendo y trataré de descansar un rato. Ya no podemos estar lejos de la costa norteamericana.
"Martes 9 [por el señor Ainsworth].-A la una p.m. Estamos a la vista de la costa baja de Carolina del Sur. El gran problema ha quedado resuelto. ¡Hemos cruzado el Atlántico... cómoda y fácilmente, en globo! ¡Alabado sea Dios! ¿Quién dirá desde hoy que hay algo imposible?"

Así termina el diario de navegación. El señor Ainsworth, empero, agregó algunos detalles en su conversación con el señor Forsyth. El tiempo estaba absolutamente calmo cuando los viajeros avistaron la costa, que fue inmediatamente reconocida por los dos marinos y por el señor Osbome. Como este último tenía amigos en el fuerte Moultrie, se resolvió descender en las inmediaciones. Se hizo llegar el globo hasta la altura de la playa (pues había marea baja, y la arena tan lisa como dura se adaptaba admirablemente para un descenso) y se soltó el ancla, que no tardó en quedar firmemente enganchada. Como es natural, los habitantes de la isla y los del fuerte se precipitaron para contemplar el globo, pero costó muchísimo trabajo convencerlos de que los viajeros venían... del otro lado del Atlántico. El ancla se hincó en tierra exactamente a las dos p.m., y el viaje quedó completado en 75 horas, o quizá menos, contando de costa a costa. No ocurrió ningún accidente serio durante la travesía, ni se corrió peligro alguno. El globo fue desinflado sin dificultades. En momentos en que la crónica de la cual extraemos esta narración era despachada desde Charleston, los viajeros se hallaban todavía en el fuerte Moultrie. No se sabe cuáles son sus intenciones futuras, pero prometemos a nuestros lectores nuevas informaciones, ya sea el lunes o, a más tardar, el martes.

Estamos en presencia de la empresa más extraordinaria, interesante y trascendental jamás cumplida o intentada por el hombre. Vano sería tratar de deducir en este momento las magníficas consecuencias que de ella pueden derivarse.
FIN